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DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL
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DISCURSO
PRONUNCIADO
EN LA UNIVERSIDAD CENTRAL
el dia 26 de febrero de 1859
EN EL ACTO DE RECIBIR LA SOLEMNE INVESTIDURA
DE
DOCTOR EN JURISPRUDENCIA
POR
D. IGNACIO M. CASADO,
Abogado de los Tribunales nacionales
MADRID
IMPRENTA DE V. MATUTE y B. COMPAGNI.
calle de Carretas, 8.
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1859
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Excmo. é Ilmo. Señor:
La propiedad, nacida con el hombre, es el ele-
mento eminentemente constitutiva de su estado so-
cial. Todos los pueblos, todos los legisladores bajo
cualquier forma de gobierno, así el sagrado tri-
buno de la libre ciudad de los Catones, como el
antiguo conquistador (1), que esclamaba: “He suje-
tado al mundo; pero yo estoy sujeto á la vo-
luntad de Dios, unánimes han reconocido esta
verdad como inconcusa; todos la han garantido en
los diferentes límites de su diversa dominacion.
Y no podia ser de otra manera.
Con el sudor de tu rostro sazonarás los frutos de la tierra; presa serás de los infinitos males que agobiaran desde hoy vuestra existencia y de vuestros descendientes, (1) Alejandro el Grande.
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dijo Dios al arrojar á nuestros primeros padres de
la mansion del paraíso; y esa maldicion terible,
que el eco repitió por todo el ámbito del mundo,
hizo germinar en el corazón de todos los hom-
bres el sentimiento de la sociabilidad y el de los
auxilios recíprocos; sentimientos inseparables de la
naturaleza humana, y que en vano se han intentado
combatir por algunos sofistas. Pero la sociedad es
inconcebible sin el trabajo desde que Dios condenó
al hombre á beneficiar la tierra con el sudor de
su frente; y el trabajo decretado por la Divinidad
como medio necesario para la conservacion y per-
feccion de la naturaleza humana en el órden físico,
intelectual y moral, no podria existir sin leyes que
le protegiesen, sin justicia que le amparase, sin
autoridad que le defendiese. ¿Qué seria, pues, de
la sociedad si el holgazan y el vagubando tuviesen
el derecho de arrebatar con la fuerza ó la astucia el
producto de su trabajo al hombre industrioso y
trabajador? La naturaleza humana se estremece al
contemplar las terribles consecuencias de este es-
tado de permanente anarquía. Fue, pues, necesario,
retrotrayéndonos al origen del mundo, respetar al
cazador su caza, al árbol á quien le había descu-
bierto, la fiera al que la había domesticado. Y este
respeto, nacido de la conciencia de los primeros
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hombres, es tambien la primera ley que garantiza
la propiedad, tan robustecida despues en el tras-
curso de los primeros siglos. ¿Qué seria del pueblo
donde se quebraran esos vínculos consagrados desde
su nacimiento por tantas generaciones y por tanto
número de leyes? Desaparecía á la voz de las re-
voluciones, como desaparece el lirio á los embates
del huracán, ó con el marasmo de todas las indus-
trias seria la planta del Ecuador trasladada á las
regiones polares. Empero, Excmo. Señor, algunos
hombres que en los delirios de su imaginacion qui-
sieron acercarse al bello ideal, ó exaltados tal vez
por las innovadoras reformas de su época, han de-
clamado contra tan incuestionable derecho, creyen-
do que los vicios de la sociedad eran nacidos de las
bases ó instituciones sobre que estaba cimentada.
¡Cómo se estravía la inteligencia cuando obe-
dece á las pasiones! Afortunadamente la voz de
estos filósofos fue á perderse como un eco en la in-
mensidad del espacio, y sus doctrinas, acogidas con
avidez por algunas turbas alarmadas en el estadio
de la política, desaparecieron instantáneamente, como
el meteoro que se estingue en la oscuridad de la
noche despues de haber iluminado por un momento
el espacio con su siniestro resplandor. La humani-
dad ha rechazado tan monstruosos delirios: prueba
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irrecusable de la verdad que combatian; prueba
tambien de que el derecho de propiedad había na-
cido del uniforme asentimiento. ¿Cómo arrancar del
hombre la idea instintiva de lo mio y de lo tuyo?
¿No vemos al niño, cuando apenas ha empezado su
desarrollo intelectual, separar lo que á él le pertenece
de lo que pertenece á nosotros? Mejórese, en buena
hora, la sociedad cuanto sea susceptible de mejorar-
se; pero no se confunda nunca lo puramente acci-
dental con la esencia de las cosas. Los principios de
la justicia son eternos como Dios, y en vano se afa-
nará el iluso ó malvado que intente destruirlos.
La civilizacion, motora del mundo, hará un dia
iguales á todas las clases, fundirá, como en otro
tiempo en Roma, el noble y el plebeyo; pero jamás
estinguirá el pobre ni acabará con el rico, porque
no puede cambiar la fuente de la riqueza: el trabajo.
Decia Juan J. Rousseau:
El que, rompiendo el pri- mero y cercando un campo, tuvo la ocurrencia de decir: Esto es mio, fue el fundador de la sociedad. Pero cuántos males hubiera evitado al mundo el que, arrancando las estacas y cegando las zanjas, hubiese gritado: Guardaos de dar oídos á ese im- postor; la tierra es de todos, y los frutos no son de nadie. Tenia razon el filósofo: la tierra, en aquel
momento, era de todos, como de todas las aves es el
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bosque donde entregan al sueño. Mas ¿por qué,
así como el ave escoge su árbol, no había de cons-
truir cada hombre su casa para formar, segun Vol-
taire, una bonita ciudad? ¿No respeta, por ventura,
el castor el sitio donde los compañeros han colocado
sus comunidades? Y ¿no hay cierta armonía entre
las leyes de la inteligencia y las del instinto? ¿Que-
ria el filósofo que el hombre, dotado de razon, su-
blime diferencia que le separa de todo lo creado, lu-
chase consigo mismo en una guerra eterna?
El que se apropió un campo, ¿no lo hizo en be-
neficio de todos? Acaso, ¿producia algo ese campo
ántes de que se le labrase? ¿No servian para sus-
tento de los demas los frutos que uno desentrañaba
de la madre tierra? El barómetro del progreso de
las naciones es el progreso de la agricultura; y la
agricultura moriria, como el árbol á quien le falta
la savia, cuando se debilitase el derecho de propie-
dad. Recorramos la historia. Los primeros hombres
vivian en la miseria; nuestros padres vistieron las
hojas de los árboles, y su comida era frugal. Las
primeras tribus vagaban errantes, y las más guer-
reras se apoderaban en su triunfo de cuanto perte-
necia á las vencidas. Solo el cultivo las hizo ricas, y
la riqueza pacificas. Ahora bien: si el cultivo es ne-
cesario para la existencia de las naciones; si la pro-
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piedad es indispensable para el cultivo, ¿de qué otra
institucion social han emanado tantos beneficios?
Nosotros podemos decir, contestando á Rouseau:
Guardaos de dar oidos á los estravíos del genio: la tierra, albergue de todos, nos desheredaria, y se secarian sus frutos, como se seca una gota de agua con el calor solar. Demostrada así, Excmo. Sr., la necesidad y justi-
cia de la propiedad en general, en el resto de mi
discurso me propongo hacer ver:
Que la justicia reclama imperiosamente de las sociedades moder- nas que la propiedad intelectual se eleve tambien á la categoría de propiedad perpetua. El hombre es un ser físico, inteligente y moral.
Estas tres cualidades son, sin género alguno de
duda, la base cardinal de la propiedad; porque con
solo la fuerza material ó física no podríamos nunca
justificar este derecho, y, lo que es más, ni aun se
podria concebir; y esto no necesita demostracion de
ninguna especie. Si en algun tiempo, á consecuen-
cia, como es natural, de la oscuridad y falta de
conocimientos, esto pudo ser un titulo ó garantía en
pro de las adquisiciones, bien pronto, y tan luego
como la humanidad se fue desarrollando, hubo que
cimentarla en otros principios más sólidos; sobre el
progreso de la inteligencia y de la moralidad. Y si
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esto es así, ¿qué razones hay para que esta clase de
propiedad no merezca la misma consideracion que
la material ó particular? Ninguna. Así lo reconocen
casi todos los escritores; y lo estraño es que, con-
viniendo y confesando esto en teoría, al ponerlo en
práctica siempre encuentran sutilezas y evasivas para
ponerse en contradicción con lo mismo que tienen
manifestado. Ha sido achaque en algunas épocas, y
no es poco común en este siglo, despreciar una ver-
dad descubierta y demostrada, tomando por única
razon el frívolo pretesto de ser una teoría aceptable
como tal por la razon; pero irrealizable en la prác-
tica. Solo la falta de conocimientos puede dar lugar
á esta creencia, que, si bien considerada aislada é
individualmente no merece los honores de la refuta-
ción, sin embargo, habré de detenerme en ella,
porque, bastante generalizada, se opone á los ade-
lantos de la civilizacion. Nadie se atreverá á dudar
que existe, preside y reina en la naturaleza el órden
y la armonía: donde esta hay, forzoso es que haya
leyes; donde leyes, principios, y donde unas y
otros, sistemas y teorías. Las teorías, por su misma
naturaleza, son verdades necesarias; porque aquello
que no puede explicarse por fórmulas es un caos, un
laberinto, un tejido de errores. El hombre no debe
contentarse con saber que una cosa existe: debe
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indagar las causas que producen los efectos; y de
reflexion en reflexion pasa del hecho al derecho, de
la multiplicidad á la unidad, de lo relativo á lo ab-
soluto, de lo contingente á lo necesario. La teoría,
pues, es la verdad especulativa y práctica, porque
la verdad es una, y la misma cosa no puede á un
tiempo ser y no ser. Cuando una teoría no se aviene
con hechos bien comprendidos, será viciosa, incom-
pleta; pero cuando la crítica más severa nada puede
censurarla, por más que los hechos la repugnen, no
dejará de ser una verdad: habrá inexactitud en las
circunstancias de localidad y tiempo; será como una
planta fácil de aclimatar en un país é imposible de
verificarlo en otro; mas podremos decir, como So-
lon, y después nuestro Rey Sabio:
Os doy, no las mejores leyes, pero sí i las mejores que hoy sois sus- ceptibles de acoger. De aquí que lo que es bueno en
teoría es bueno en práctica; que si la primera es
hija de la observacion de la segunda, la segunda es
tambien resultado de la primera, porque ambas mu-
tuamente se robustecen y confirman, porque ambas
deben caminar armónicamente, y caminando así se
recogerán un dia los deliciosos frutos que están
ofreciendo á la humanidad. No es mi ánimo, Exce-
lentísimo Señor, censurar á ninguno de los que hoy
están rigiendo los altos poderes del Estado en las
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diversas naciones que componen la sociedad euro-
pea; pero, tal vez por la falta de combinacion de
estos dos principios, la aquejan grandes males, por-
que apenas se exige aprendizaje teorico para la ad-
ministración de los pueblos, y, como escribia Segis-
mundo:
Todos rehusamos ejercer un arte que no hemos aprendido, y, no obstante, nadie rehusa tomar el oficio de gobernar, aunque jamás le haya ensayado, y sea este el más difícil de todos. Colo-
cados ya en este terreno, seguiremos haciéndonos
cargo de otras objeciones que oponen á la
propiedad intelectual: dicen que esta es una cosa
abstracta, imposible, por lo mismo, de que el legis-
lador la pueda dar su protección: á no dudarlo hay
verdad en el principio sentado; mas la consecuencia
no tiene nada de legítima; ántes, por el contrario,
es muy violenta; pues si bien, como cosa abstracta
que es el pensamiento, no ha términos hábiles para
que nadie se pueda mezclar en él, fácil es conocer
que no es en este caso cuando se reclama el auxilio
del legislador, sino cuando deja de ser abstracto, y
pasa ya formulado al criterio del público. No debe
haber pasado desapercibida esta contestacion á los
impugnadores de la doctrina que venimos apoyando,
quienes, no encontrando razones suficientes para
destruirla, no titubean en cambiar su principio ante-
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rior por este otro: El pensamiento es social y, en
su consecuencia, la propiedad del mismo tambien lo
debe ser. Esta inseguridad y falta de fijeza que ma-
nifiestan de una manera harto ostensible denota la
poca fe que tienen en sus argumentos. Nosotros se-
remos más consecuentes, insistiendo y conviniendo
con su primer principio, de que el pensamiento, en
su orígen, es individual y de ninguna manera social:
á ser así, tendríamos que confesar que á todos los
talentos les es dado el inventar, cosa que á la simple
enunciacion presenta grande repugnancia de veraci-
dad, no pudiendo los talentos más privilegiados pre-
ver las consecuencias de que tal concesion habrian
de sobrevenir á la humanidad. En vista de razones
tan concluyentes, los contrarios abandonan el campo
y procuran ampararse en el principio de convenien-
cia, queriendo hacer ver que el reconocimiento por
la ley de este derecho en favor de los inventores
constituiria un monopolio que, como tal, seria bene-
ficioso para aquellos y perjudicial para la sociedad.
No obstante tenernos que separar del tema con que
va encabezado nuestro discurso, entraremos tam-
bien en este terreno, contestando á la objecion ya he-
cha y á otra cualquiera que se pueda presentar. No
es verdad que en tal concesion haya monopolio, por-
que se dice que existe cuando una prohibicion
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legal impide el que otro cualquiera se dedique á la
misma industria, ciencia ó arte, lo que no sucede
aquí; pues, por más que uno haya descubierto una
cosa, y esta se le respete con la garantía de la ley,
no priva á nadie que se pueda dedicar á la misma:
en todo caso lo que se le prohibirá será el que se
apropie lo que ya tiene dueño; y á nadie se le ocur-
rirá decir que esto no es conveniente ni justo. Tam-
poco podemos convenir en que la sociedad pierda
en ello, ya porque el inventor procurará sacar el
mayor producto posible de su trabajo, poniendo su
obra al alcance de la mayoría de los consumidores,
ya porque si se le restringe y coharta un derecho
tan justo, él mismo y los demas que se encuentren
en igual caso caerán en el desaliento, y abandona-
rán esta profesion; y esto, Excmo. Señor, lo consi-
dero de sumo interes, porque, ¿Qué seria de la hu-
manidad si siempre permaneciera en un estado es-
tacionario? Sin que se pueda perder de vista que
la educación es uno, y acaso el más fuerte, elemento
sobre el que descansa el género humano, y el que
más contribuye á la felicidad de una nacion. Re-
córrase por un instante la estadística de los crimi-
nales, y de una manera palpable nos convenceremos
de esta amarga verdad. No satisfechos los impug-
nadores, van más adelante, y dicen:
Si se concede la perpetuidad, es muy posible se pierdan las obras
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por descuido ó falta de recursos en el dueño, y en este caso tambien se perjudica á la sociedad. Di-
fícil es el supuesto; mas convengamos en su posi-
bilidad. ¿Será esta razon capaz á variar una cosa
que por naturaleza no lo es? Y aun así, ¿no sucede
lo mismo con toda clase de propiedad? En buena
hora que se le pongan ciertas condiciones que la
puedan ser propias por su naturaleza especial, por-
que igual se observa en toda clase de institucion;
mas de estas restricciones reglamentarias, que
como tales únicamente se pueden sostener, á querer
desconocer el verdadero fundamento de la propie-
dad inmaterial, hay una distancia inmensa y que no
creo suficiente para justificar semejante suposi-
cion. Por último se dice que el tiempo por que se
concede la propiedad al autor es bastante para que
se pueda recompensar de su trabajo. Este razona-
miento, lejos de destruir nuestra doctrina, sirve para
robustecerla y confirmarla, porque de un modo
claro y terminante, revela que es justa, justísima la
propiedad del inventor; y respecto á la proteccion
que á él mismo le presta el legislador, no estamos
conformes en que sea este quien le deba dar,
sino el mismo que, despues de grandes vigilias y
desvelos, ha dado un paso en el adelanto de las
ciencias, y por consiguiente en la civilizacion.
HE DICHO
Transcription by: José Bellido