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APUNTES
SOBRE
LA PROPIEDAD LITERARIA
EN RESPUESTA
AL ARTÍCULO INSERTO EN LAS GAZETAS DE MADRID
DEL 31 de JULIO y 1 DE AGOSTO DE ESTE AÑO
VALENCIA
IMPRENTA DE J. FERRER DE ORGA.
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1838.
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Los redactores de la Gazeta de Madrid han elogiado el
Diccio- nario de jurisprudencia de Don Joaquín Escriche, y para muestra
de su merito han copiado integro en los números 1352 y 1353 el articulo
Autor. Me parece que no han andado mui atinados en
la eleccion (como no sea toda la tela del mismo paño, lo que no he
tenido tiempo ni humor de examinar), pues ademas de su de-
clamatorio y pedantesco estilo, no se guarda en él método alguno,
sino que se salta sin conexion ni plan de unas especies á otras, y
lo peor es que se vierten muchas no verdaderas, como voi á ma-
nifestarlo. Con esto se fijarán algunas ideas ciertas sobre
la propie- dad literaria, punto en que no deben tardar á ocuparse nuestras
Cortes.
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CARÁCTER PECULIAR DE LA PROPIEDAD LITERARIA
No admite duda que el autor de una obra es propietario de ella,
miéntras no cede su derecho a otro, y esta propiedad se presenta
con ciertos distintivos de privilegiada en atención á la nobleza de
su origen y a lo hidalgo de su objeto. Cuando se la ha juzgado pues
de tan diverso modo que á la propiedad de los bienes muebles ó
raizes en todas las naciones, y mas que en otra alguna en la nues-
tra, y cuando hai jurisperitos que sostienen que ni al autor debia
concederse facultad esclusiva de imprimir sus escritos, lo cual es
para mi una paradoja; se hace preciso examinar las causas que han
influido en esta notable, y al parecer injusta, diferencia.
Son tres las principales: 1. El escritor trabaja mas que por el lu-
cro, por su gloria y por la ilustracion de sus semejantes, y ni una
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cosa ni otra se conseguirian completamente, si él solo y sus he-
rederos pudiesen reimprimir el libro, porque ni tienen los medios
para reproducirlo y espenderlo que todos los demás especuladores,
ni es fácil que lo publiquen mas que en una nacion. 2. Este de-
recho no es transmisible por una larga serie de años, por no admi-
tir cómoda división. A mui poco se tropezaria con treinta ó cua-
renta sucesores de los herederos, algunos de los cuales no tendrían
facultades para la reimpresión, otros la repugnarían absolutamen-
te, y otros no la querrian sino bajo tales ó tales condiciones. Y aun
si fuera dable que se convinieran en ejecutarla, los retraerían de
hacerlo el tener que fiar el despacho a muchas y ajenas manos, y las
dificultades que esto ofrece para el reparto de las ganancias ó de
las pérdidas; siendo el resultado quedarse la obra sin volver á sa-
lir a luz, y carecer el público de conocimientos que le serian mui
útiles y tal vez necesarios. Por lo mismo se ha procurado siempre
facilitar los medios de difundir los escritos; y asi es que en todos
los países se permiten las traducciones en otras lenguas de cual-
quier obra á la vista del autor, sin que pueda este reclamar contra
semejante gestion, mucho mas sencilla que la de compendiar o co-
mentar el escrito. 3. La propiedad de un libro no puede salir fue-
ra de la nación en que se ha dado á luz; y el querer establecer so-
bre esto un derecho internacional, comun á todas, es un delirio
que ocurrió á algunas cabezas poco reflexivas entre nuestros veci-
nos, las cuales tuvieron que abandonarlo pronto como asunto im-
practicable. En efecto, fuera de los embarazos que ocasionaria
para los casos de guerra, y de los perjuicios que en tiempo de paz
ofrecería á la industria y comercio de cada país, ¿cabe en lo po-
sible que se establezca semejante derecho? ¿Hai autor alguno que
tenga a mano los medios para reproducir su obra original y tra-
ducida en todas las naciones á un mismo tiempo? Y si él no podría
verificarlo, ¿cuánto ménos sus herederos y los de estos, multiplica-
dos a cada generación, asi en el número como en la diversidad
de sus miras é intereses? ¿Es permitido según las reglas del Dere-
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cho comun, forzarlos a hacer una cosa que no pueden ó no quie-
ren hacer? ¿Cuánto tiempo habría que transcurrir para mirar como
prescrito su derecho? Bajo tal sistema, que de justicia debería es-
tenderse á las maquinas é inventos de cualquier especie, pronto
se levantaría entre las naciones una muralla mucho mas impe-
netrable que la de la China, y pocas habria que no se hallasen hoi
dia muy próximas á la infancia de la ilustración, si por una casua-
lidad lo tuviesen adoptado. Es por tanto evidente que
esta propie-
dad no puede correr la misma suerte, ni tener las mismas garantías,
ni estar sujeta á las mismas reglas que las demas propiedades, y que
por consiguiente es falsa la tesis que el Sr. Escriche se obstina en
defender.
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BASES DE LA LEGISLACION SOBRE ESTE PUNTO
Esto esplica por qué casi todos los países donde existen leyes ó
prácticas que aseguren la propiedad literaria, han convenido en
fundarla en los siguientes axiomas, con mui lijeras variaciones:
1.
El autor tiene la propiedad durante su vida. 2.
Sus herederos solo por un determinado y corto número de años. Caso de hacerse alguna escepcion, es á favor de la viuda y de los
hijos.
3.
Muertos los herederos inmediatos, la obra entra ya en el do-
minio comun. 4.
Cualquiera puede publicarla traducida en otra lengua en el
mismo país en que la ha dado a luz el autor. 5.
La propiedad de un escrito (tanto de su título como de su fon-
do) únicamente está radicada en la nación en que se imprime la vez
primera, con tal que se haya cumplido con todos los requisitos pres-
critos por las leyes. 6.
El autor o propietario de una primera edición hecha en país
estranjero, no pueden reclamar el derecho de propiedad en el suyo.
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La
Gramática del francés Chantreau, cuya propiedad estaba radi-
cada en España, se ha reimpreso varias vezes en Francia viviendo
su autor y las novelas del anglo-americano Cooper, que las ha
publicado en Paris, se han repetido en los Estados-unidos del nor-
te de América sin su beneplácito. Sir Walter Scott no empezó por
imprimir sus
Novelas y su
Vida de Napoleon en Paris ó en Nueva
York, sabedor de que no podría ya obtener el derecho esclusivo
en Inglaterra; sino que ántes de publicarlas contrato con algunos
libreros de Francia, de América y de Rusia anticiparles una prue-
ba, para que verificasen la reimpresion ó traduccion, segun mejor
les conveniese, dos ó tres meses antes que los demás especuladores.
Tal es el resúmen de lo que se hace en el antiguo y el nuevo
continente; siendo de notar que en ambos se atienen mas á prác-
ticas que á leyes, las cuales son mui pocas aun en Francia.
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LO QUE SE COLIGE DE NUESTROS USOS Y LEYES
Menos tenemos nosotros todavia, porque la necesidad de previa
censura, las trabas que en todos tiempos ha sufrido la prensa, la
vigilancia inquisitorial con que se la observaba, y la falta de ali-
cientes para especulaciones de esta especie, nos dispensaban de le-
yes que señalasen los limites de la propiedad literaria y castigasen
á sus transgresores. Examinemos no obstante lo que arrojan de si
hechos positivos y las leyes recopiladas en el libro octavo de la No-
vísima.
Publica Cervántes la primera parte de su inmortal
Don Quijote (una de las pocas obras que hubieran producido algun lucro á sus
sucesores, si la propiedad literaria pudiese ser transmisible como
las otras), y se le concede privilegio por diez años para los reinos
de Castilla en 1604, y posteriormente para los de Aragon y Por-
tugal en 1605. Parece indudable que el autor no tuvo la menor
intervención en las reimpresiones de la primera
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parte en Valencia en el mismo año, y de la segunda en 1616, por-
que en las leyes 3, 4, y 13 del tít. 16, lib. VII de la Novísima se
cuentan como distintos los reinos de Aragon, Valencia, y Catalu-
ña, y no consta que Cervantes tuviese privilegio mas que para
Castilla, Aragon y Portugal. Tambien se hicieron sin anuencia su-
ya dos ediciones de la primera parte, la una en Milan el año de
1610 y la otra en Brusélas en 1611, y la segunda parte se reimpri-
mió en Bruselas el año 1616, no obstante que ambas ciudades
dependían entónces de la corona de España. Ménos hubiera podi-
do reclamar contra une reimpresion de su obra hecha en Navarra,
porque hasta el ano de 1783 no se mandó (lei 30 del tit. 16) que
si el libro estaba impreso ó reimpreso en Castilla o Aragon con pri-
vilegio exclusivo, no permitiese el Consejo de Navarra su reimpre-
sion en aquel reino en perjuicio del agraciado ó de sus herederos.
Muere Cervántes en 1616, y debió ocurrir lo que es tan fácil
suceda, de que los herederos no se cuidaron ó no tuvieron medios
de reimprimir el
Don Quijote , pues no solicitaron el permiso para
hacerlo, que se concedió en 1637 á Pedro Coello, mercader de li-
bros, quien fue el primero que publico juntas ambas partes en una
misma imprenta y en tamaño uniforme. Esto es lo que sucedia en
los tiempos antiguos.
En la época de Cárlos tercero se habló por la vez primera de
la propiedad de los escritos, y la lei 24 del tit. 16, lib. VIII de la
Novísima prohibió conceder á nadie privilegio exclusivo sino al au-
tor, y la 25 prescribió que se continuara el privilegio á los here-
deros mientras lo solicitaran. Este privilegio, léjos de ser tansolo
el reconocimiento de un derecho, como asegura el Sr. Escriche, era
la declaración primordial de tal derecho, tanto que el mismo au-
tor tenia que acudir á renovarlo asi que espiraba, que era siempre
á los diez años; y la ley 26, aclaratoria de las dos anteriores, dis-
pone respecto de él y de sus herederos en el art. 3, que si no piden
la próroga dentro de un año, se conceda la licencia á cualquiera
que se presente á solicitarla; que si no usa el autor de ella duran-
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te el término proporcionado que señale el Consejo, quede la obra
á disposicion del Gobierno; y en el art. 4. Que los herederos han
de verificar la reimpresión dentro del término
limitado que debe
fijárseles, y que de lo contrario pierdan la esclusiva. De consiguie-
nte no era tan amplio y absoluto, como ha querido suponer el Sr. Es-
criche, el derecho que tenian los autores y sus herederos para im-
primir cómo y cuándo quisiesen sus obras, estando mui coartado,
segun acabamos de ver, por los artículos citados de la lei 26; ni es
arreglado á la buena lógica deducirlo de que únicamente á los au-
tores se concedia privilegio
exclusivo. Poco importaba que en lugar
de este privilegio solo se diese á los demas un
simple permiso para imprimir, porque otorgándose á cuantos lo pedían, no podia dis-
currirse medio mas eficaz de destruir el derecho privativo de los au-
tores. En efecto la ley 26, que que es la última de su género entre las
de la Novísima, tiende toda á facilitar el estudio de las ciencias,
la literatura y las artes, y á favorecer a los impresores y libreros,
por cuanto
la causa publica está interesada en el fomento de un arte y un comercio que contribuyen á la cultura general, y á la propaga- cion de las ciencias y conocimientos útiles, por valerme de las espre-
siones mismas con que termina la lei.
A los veinte ó treinta años de promulgada cayó sin embargo en
tal desuso, que no solo hemos visto todos que muertos D. Tomas
de Iriarte y D. Félix Maria Samaniego, y cuando aun vivian sin
herederos, se ha concedido permiso para reimprimir sus
Fábulas á todos los que lo han solicitado; sino que las comedias de
Moratín,
El delincuente honrado de Jovellános, y algunos otros li-
bros se han reimpreso en España
con las licencias necesarias en vida
de los autores. Como no hai una lei siquiera de las 67 que llenan
los títulos, 15, 16, 17 y 18 del lib. VIII de la Novísima Recopi-
lación, que no haya caducado, igualmente que los
Autos acordados que á ellas se refieren, nos es indispensable recurrir á las pocas que
han dado mas recientemente nuestras Cortes ó nuestros reyes.
El decreto de aquellas de 22 de octubre de 1820 y el adicio-
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nal de 12 de febrero de 1822, rehabilitados por SM en 17 de
agosto de 1836, nada contienen relativo á la propiedad literaria.
No estando restablecido el dado espresamente sobre ella por las
Cortes en 22 de julio de 1823, que fué sancionado por S.M. el
5 de agosto del mismo año, únicamente lo mencionaré para obser-
var, que los tres artículos primeros deben mudarse por no estar en
consonancia con el carácter singular de la propiedad de los escri-
tos; que faltan muchos capítulos que añadir á dicha lei, y que está
mas bien entendido lo que dispone su artículo nono respecto de
las traducciones, que la costumbre observada en Francia de repu-
tarlas diversas, si hai una discrepancia, por pequeña que sea, á
cada diez líneas de la traducción primera. Los inteligentes saben
cuán poco cuesta sustituir de cuando en cuando una voz sinónima,
y añadir o quitar alguna, sin que merezca esto el nombre de
nue- vo trabajo. Se consagró también en el artíc. 18 de este decreto el
principio reconocido por todas las naciones, de que “las obras de
escritores españoles, impresas en el extranjero que sean de pro-
piedad común, ó que teniendo dueño se hayan impreso allí con
su anuencia, pueden introducirse y venderse en España, pagan-
do los derechos establecidos ó que se establezcan por el arancel
“de aduanas”. Esto es lo único que sobre el particular puede man-
darse con arreglo á los rectos principios de Economía política, pues
todavía se apartaba de ellos el art. 603 del Código penal de 1822,
el cual había ya reducido las penas de muerte, perdimiento de
bienes, destierro ó presidio a una multa de 15 á 30 duros.
El único decreto que establece la propiedad literaria de un mo-
do claro y justo, si bien diminuto, es el de S.M. la reina de 4
de enero de 1834 en su titulo cuarto, pues la real órden de 5 de
mayo de 1837 se refiere solo á la utilidad que los autores ó traduc-
tores de dramas deben sacar de su representación, y no al derecho
que les compete para imprimirlos y reimprimirlos, que es el pun-
to de que tratamos. Analizando aquel real decreto, aparece mui
claro que todas sus disposiciones versan sobre libros impresos en
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los dominios españoles: casi ninguna seria aplicable á otros, se-
ñaladamente las del título tercero que habla de las obligaciones
de los autores, impresores y grabadores, y de su responsabilidad.
Llega el título cuarto, y principia diciendo,
Los autores de obras originales, entendiéndose que han de estar impresas con arreglo á
los artículos anteriores, y por consiguiente en España. Ni era me-
nester que así lo pidiese el contesto de la lei, por saberse que las
de cualquiera nacion nada tiene con lo hecho fuera de
ella, más que en pocos y determinados casos. En nuestro foro no
es inventor de una máquina el que goza de la patente de tal en
Inglaterra, ni autor de un libro el que lo ha dado á luz en Fran-
cia. Cualquiera puede introducir en España la máquina cuya in-
vención protegen las leyes inglesas, y reimprimir los libros de que
tienen la propiedad en Francia el autor ó su cesionario. Suponga-
mos que el Sr. Amoros es propietario en dicho país de algún in-
vento para los ejercicios de la Gimnástica; ¿quién impide al primer
español que se le antoje, traerlo acá y plantearlo en nuestro suelo?
¿Quién ha sonado nunca que no podían reproducirse las muchas
obras y traducciones que de pocos años acá hemos reimpreso de
Marchena, Sicilia y otros españoles? ¿Cómo podría disputarse al
impresor de Palma Villalonga el derecho con que ha reimpreso la
Poética del Sr. Martínez de la Rosa?
Querer dar á las impresiones hechas por los españoles en el es-
tranjero el mismo carácter que a las nuestras, seria pretender que
están sujetos á la pena de usurpación, cuando reimprimen allá al-
gún libro cuya propiedad está arraigada en España, y que debe
ser castigado como violador del art. 2 del decreto de 22 de oc-
tubre de 1820, el natural de estos reinos que publica en los estraños
alguna obra sobre la sagrada Escritura y sobre los dogmas de nues-
tra santa religión, sin la previa licencia del Ordinario. Discurrir
por lo mismo diciendo:
Nuestras leyes aseguran á los autores la pro- piedad de sus escritos durante su vida: yo soi autor de tal libro pu- blicado en Paris; luego solamente yo puedo reimprimirlo en España;
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es un raciocinio de tan buen calibre como este otro:
Nuestras leyes imponen pena de muerte á los asesinos: fulano lo es por haber muerto con alevosía á su compañero de viaje en Turquía; luego debe sufrir aquí el último suplicio. Ni el uno es el
autor ni el otro el
asesino que suponen y reclaman nuestras leyes. Al mismo Sr. Escriche se
le ha escapado inadvertidamente la verdadera doctrina y la que ri-
ge sobre este punto, cuando dice hacia la mitad de su artículo
que
como las leyes que en cada nación aseguran á los autores la pro- piedad de sus obras, no tienen fuerza sino dentro de su territorio, hai de hecho libertad recíproca entre las naciones de reimprimir en una los libros extranjeros que se publican en las otras. Poco ántes había
sentado que
no solamente los autores nacionales, sino también los es- tranjeros que imprimen sus obras en España, gozan del derecho de propiedad en ella, pues que la lei no los escluye, ni les limita en esta parte el derecho que tienen todos en general de hacer suyo el fruto de italic>su trabajo. En efecto ni nuestras leyes ni las estrañas hacen dife-
rencia entre el derecho de propiedad adquirido por el que publica
una obra, ora sea hijo del país, ora estrajero domiciliado, ora
transeúnte. Por tanto lo establecido en los dos lugares copiados del
Sr. Escriche es cuanto cabe decir en la materia.
Se hace increíble que el mismo que ha sentado estos principios,
se desvíe generalmente de ellos fundándose en un argumento, que
bajo la apariencia de justo no es mas que un paralogismo.
El dere-
cho de propiedad, según el Sr. Escriche,
nace con la obra, crece con ella, y la acompaña siempre que el autor empezó á formarla, porque cada uno es dueño de los productos de su industria… Las leyes que protegen y afianzan la propiedad literaria en general, son tan aplicables á las obras manuscritas como á las impresas y puestas en venta; de modo que el que sin haber obtenido permiso del autor ó due- ño, diere a la prensa un manuscrito que le ha venido a las manos. cometerá un atentado contra la propiedad literaria, é incurrirá en las penas en que incurre el que reimprime una obra ya publicada. Co-
mo este es todo el fundamento para probar que nadie puede reim-
primir aquí la obra de un español que la haya publicado fuera, y que
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imprimir aquí la obra de un español que la haya publicado fuera, y
que este delito es un verdadero robo, conviene poner en claro el
juego de palabras que envuelve semejante raciocinio, y señalar las
absurdas consecuencias que de él podrían sacarse.
El que roba un manuscrito, comete el delito de apropiarse in-
debidamente una alhaja ajena, que será bien de oro, bien de pla-
ta, bien de barro, según el mucho ó corto mérito de la obra, y
mas aun, según las mayores ó menores utilidades que prometa su
publicación. Por lo mismo está obligado a restitutirlo á su dueño é
indemnizarle todos los daños y perjuicios que puedan irrogársele
por el uso que de él haya hecho, de la misma manera que si le
hubiera quitado un animal, una máquina o un bergantín que le
proporcionara algun beneficio. Pero no es usurpador de lo que lla-
mamos
propiedad literaria, por cuanto esta no empieza á existir si-
no por el hecho de la impresion y publicacion legal. Las leyes que
la protegen, se refieren siempre á libros impresos, é impresos bajo
tales y tales condiciones; y las mismas penas impuestas á los con-
traventores suelen tener por base el precio de venta de la primera
edicion. El artíc. 1 del decreto de la Convencion de 19 de julio
de 1793, al declarar el derecho de los autores, establece que lo
tienen exclusivo
para vender, hacer vender y distribuir sus obras en los dominios de la república. ¿Podria hacerse esto con un manuscri-
to? El reglamento para los impresores y libreros, dado por Napo-
leon en 5 de febrero de 1810, dice hablando de lo mismo en el
artíc. 40:
Los autores, tanto nacionales como extranjeros, de cual- quier obra impresa o grabada, pueden ceder su derecho, etc. Del mis-
mo modo los artículos 30 y 32 del decreto de SM de 1834 pro-
híben que nadie
reimprima las obras de que otro es propietario; y
solamente los desatentados ojos del Sr. Escriche han podido ver
una
suposicion donde se sienta un principio, á saber; que la obra
ha de estar publicada, para que puedan aplicársele los cinco artí-
culos del título cuarto. Las leyes no pueden limitar á un determi-
nado número de años la propiedad de un manuscrito, ora se halle
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en poder del autor, ora en el de cualquiera otro que lo posea por
derecho legítimo; pero tan luego como pasa á la clase de impreso,
la lei de 9 de julio de 1778 (26 del tít. 16) había dicho al autor y
á los herederos:
Presentáos á renovar el privilegio de diez años que las leyes de 1763 y 64 os concedieron, y si no lo hacéis, ni reproducís la obra dentro del término que se os señale, permitiré que la reimpri- ma el primero que lo solicitare; y la de 4 de enero de 1834 asegura
ahora al autor la propiedad por toda su vida, y á los herederos so-
lo por diez años, mandando que éntre luego la obra en el dominio
comun. Tan esencial es la diferencia que por nuestras leyes me-
dia entre la propiedad literaria de un libro impreso y el absoluto
dominio con que se posee un manuscrito. El que lo presta, por
ejemplo, hace lo propio que si escribiese una carta á alguno sin
facultarle para que le diera publicidad;
y si sucediere que un par- ticular (son las propias palabras del Sr. Escriche)
publicase por medio de la prensa las cartas confidenciales que se le habían dirigido personal- mente, ó que habían venido a parar a sus manos, …una publicación de esta especie no se consideraría como delito contra la propiedad
literaria,
sino como abuso de confianza o como infraccion del contrato tácito que supone toda correspondencia privada. Veamos ahora las consecuencias que resultarían de suponer, que
el autor disfruta de la propiedad literaria desde que empieza á for-
mar la obra.
Primera. El escritor no tendria semejante privilegio en razon
de ser aleman, ingles ó español, lo cual parece ser el blanco de to-
dos los esfuerzos del Sr. Escriche, sino que lo tendría en virtud
de haber principado, continuado ó concluido su obra en esta ó
aquella nación. Hai que determinar pues ante todo, si hemos de
atenernos al nacimiento, o a la juventud o a la edad varonil del ma-
nuscrito, o si es indispensable que este haya seguido toda la carre-
ra hasta su conclusión en un mismo país. De cualquier modo que
la cosa se establezca, no le seria mas fácil al Sr. Escriche acreditar
que había trabajado el todo o parte de su
Diccionario en España,
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que á cualquier francés que visitara la Península ántes de publicar
algun libro en Paris, que era fruto de sus vigilias á las orillas del
Manzanáres o del Guadalquivir. Mas puede vivir seguro el Sr. Es-
criche de que en ninguna parte reconocerán tan singular legisla-
ción; y por mas claras que fuesen las pruebas de que habia tra-
bajado completamente su obra en Paris, de poco le valdrían para
establecer allí su propiedad literaria, si no la había sacado á luz en
territorio frances.
Segunda. Si el autor empieza á disfrutar de las preeminencias
y derechos que van anejos á la propiedad literaria desde que prin-
cipia á formar su obra, el que la herede ántes de su impresion,
tendrá que contentarse con la limitada y corta posesion de diez
años que concede la lei á los herederos del que ya gozó de aquella
propiedad. Sin embargo todos reconocen por arreglada y racional
la doctrina espuesta por el Sr. Escriche cuando dice:
El que por su- cesion ú otro título justo es dueño de una obra póstuma, esto es, de una obra que el autor dejó manuscrita sin haberla dado á la prensa, debe tener los mismos derechos que el autor difunto, y gozar de la pro- piedad de ella por toda su vida; porque por el hecho de publicarla y sacarla del olvido en que yaciera, se pone en lugar del autor y hace sus vezes con beneficio quizá no pequeño de la literatura nacional. Tan desatinadas son las consecuencias que se sacan del erróneo
principio de que las leyes sobre la propiedad literaria son aplicables
á los escritos desde que el autor pone en ellos la mano; consecuen-
cias que habría evitado el Sr. Escriche, si nunca hubiera salido
del círculo que el mismo se ha trazado en este pasaje: Las obras li-
terarias, así manuscritas como impresas, se cuentan por nuestras le-
yes en el número de los bienes particulares de que nadie puede disponer
sino sus dueños, sujetándose á las modificaciones especiales que la di-
ferente naturaleza de estos bienes hiciere necesarias. Nuestras leyes
pues, atendiendo á la diversa naturaleza de un manuscrito y de un
libro ya publicado, protegen la propiedad del primero como la
de los otros bienes muebles; y de consiguiente el que lo roba, tie-
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ne que restituirlo y resarcir los daños y perjuicios. Para las obras
impresas tenemos leyes especiales, pero estas no han protegido
ni protegen en Espana mas que las publicadas con permiso de los
obispos, arzobispos, santo Oficio, presidentes de las Audiencias,
Consejo, ó juez de imprentas en las diversas épocas en que se nece-
sitaba de previa licencia; las que salian de una imprenta cuyo due-
ño estuviese sujeto á las condiciones y penas señaladas en el titulo
tercero del decreto de 4 de enero de 1834, y las que se han he-
cho entregando dos ejemplares para la Biblioteca de Cortes (que
ahora ya no se entregan) y uno para la nacional, y quedando res-
ponsables el autor ó el editor y el impresor en los casos preveni-
dos en el titulo quinto del decreto de 22 de octubre de 1820. Es
decir, que nuestras leyes nunca han protegido aquí la propiedad
literaria de los que han publicado sus obras en el estranjero, ni han
podido dispensar allá ninguna especie de protección al manuscri-
to de un autor español, porque su acción no alcanza a las naciones
estrañas.
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NO DEBE INDEMNIZARSE A LOS EMIGRADOS POR LAS OBRAS QUE HAN
IMPRESO DURANTE SU ESPATRIACION
Previando el Sr. Escriche, que no seria fácil se ocultasen las lu-
minosas verdades que van espuestas, á ninguna persona dotada de
buen seso, y mezclando malamente en una obra de instruccion
pública negocios que le son personales, trata por último recurso de
escitar la compasion de los lectores, diciendo que sea lo que se
quiera de los demás autores españoles que han publicado obras en
los países extranjeros, no admite duda que tienen tambien la pro-
piedad de ellas en su suelo natal los que lanzadas por las revueltas
políticas, se han vista en la triste necesidad de mendigar de los es-
traños el pan y el asilo que les negaban injustamente los tiranos
de su patria. Bien hubiera podido omitir las exclamaciones que
vierte a este propósito, mezcladas con algunos latines de gusto ge-
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rundiano, pues nadie ignora que al que ha dejado su país forzada
e injustamente, deben indemnizarse todos los daños y perjuicios
que por esta causa ha padecido. Pero aun para reponer á los emi-
grados en el lugar que les tocaba en los cuerpos de rigurosa escala,
para que cobrasen los sueldos que por sus destinos les correspon-
dian, y para darles otras indemnizaciones legitimas, han sido ne-
cesarias órdenes que no todos han obtenido; y miéntras
no la haya para dar á la propiedad literaria una estension que no
tiene no le corresponde, las cosas quedan como se estaban, y nunca
alcanzaria la variacion á las ya ocurridas, porque no podría com-
prenderlas una lei que ahora se promulgase.
Falta ademas averiguar si el hecho de que se trata, ha produci-
do ventajas ó perjuicios á los emigrados, puesto que solo pueden
reclamar que se les resarzan los últimos, y no que se les aumenten
los beneficios ó dupliquen las conveniencias que han logrado ca-
sualmente en otras naciones. Y sobre este punto ha suministrado
el Sr. Escriche bastantes luzes diciendo, que pudiera convenirle
á un español imprimir una obra en el estrajero, sea para ponerla
allí al abrigo de la lei, para evitar una reimpresión que podría ha-
cerse, si primero se diese á luz en España, sea para espenderla en
otro país con quien (con el que) la España tiene cortadas sus relacio-
nes de comercio. Si á estos notables beneficios se añaden los de salir
las ediciones francesas mas hermosas y baratas, hablando en ge-
neral, que las ejecutadas en la Península, inferiremos que al emi-
grado, que por estarlo ha tenido ocasion de arraigar la propiedad
de su escrito en Francia, lo cual no le seria dado a conseguir, si la
tuviese tambien en España, segun arriba dijimos, se le ha seguido
una utilidad que difícilmente puede prometerse; y que pretender
ahora que se aumente esta con la concesion del mismo derecho en
su país, es exactamente lo propio que si el Sr. Alcalá Galiano so-
licitara que se le agraciase a la Universidad de Madrid con una
cátedra igual á la que desempeñó dignamente en la Universidad
de Londres. Dado un poco latitud á este principio, no debería
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parecer cosa del todo descabellada que D. Tomas de Istúriz hubie-
ra pedido á su regreso á España en 1820, que se le diese una can-
tidad equivalente al gran lote que le salió en dicha capital, puesto
que lo debió á la casualidad de hallarse emigrado.
Nuestro Gobierno, bien penetrado de estas verdades, léjos de
espedir una órden general para que todos los emigrados introdu-
jeran en nuestros dominios las obras que hubiesen publicado en el
extranjero, se ha enterado de cuáles eran útiles á los españoles, sin
que ofreciesen por ahora bastante aliciente para reproducirlas aquí,
y ha permitido la introduccion de un
cierto número de ejemplares
bajo
un moderado derecho, no como una compensacion de daños que
por ningun titulo les ha irrogado su publicacion en el estranjero,
sino como una especie de recompensa por sus padecimientos y por
las pérdidas que la salida de su patria les ha ocasionado. Precávanse
pues los Diputados para examinar bajo su verdadero punto de vista
esta cuestion, si cuando de nuevo se reunan, se les presenta una
esposicion que circulaba por Madrid en los últimos meses, para re-
coger las firmas de los emigrados que desean ver declarado por las
Cortes, que nadie mas que ellos pueda reimprimir en España las
obras que fuera han publicado. Este hecho prueba por sí solo que
semejante lei, que el Sr. Escriche supone existente, está todavía
por hacer; así como la mencionada conducta del Gobierno demues-
tra que no reconoce en España el derecho que sus naturales tienen
radicado en otras naciones á los españoles á la propiedad de sus obras.
Supongamos sin embargo por un momento que nuestra legisla-
cion conceda á los españoles esa universalidad de derechos que el
Sr. Escriche cree tan justa y conveniente; ¿reportaria de ello al-
guna ventaja para nuestra industria? Todo lo contrario; privados nos-
otros de marina para hacer el comercio, no pudiendo dar salida á
nuestras manufacturas en los mercados del Nuevo-Mundo tan fá-
cilmente como cuando este apenas conocia otras, y agobiados por
las desastrosas consecuencias de tres siglos de despotismo y de una
guerra civil esterminadora, nos aventajarán por muchos años nues-
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tros vecinos en la baratura y bondad del papel, de la imprenta y
de la encuadernacion, y mas aun en los medios de transportar y
despachar los libros una vez fabricados. Si á tantas ventajas, so-
brado reales, añadiese nuestro Gobierno la estraordinaria de que
los españoles retengan aquí la propiedad de lo que impriman fuera,
poco tardarian en servir solo nuestras prensas para algun papel de
interes local ó para libros de poquísimo despacho, porque todos
preferían tener el derecho de propiedad de una misma obra en
dos naciones, á tenerlo en una.
He procurado combatir al Sr. Escriche sobre este punto en todos
los atrincheramientos á que pudiera acogerse, á fin de que no le
quede duda de lo erróneo de la doctrina que con tanto empeño sos-
tiene, y se convenza por consiguiente de que cualquiera ha podido
y puede reimprimir en España la edicion parisiense de su Diccio-
nario de legislacion, aunque no las adiciones con que va abultando
la segunda. Y cuando alguno hace lo que la lei no prohíbe, y lo
que tienen sancionado nuestras prácticas y las de las naciones mas
cultas, su accion es lícita, y no hay presa, ni rapacidad, ni pirate-
ría, ni hurto, ni robo, ni cosa que se les parezca. No es la presen-
te la primera ocasión en que la he tenido para observar, que el
Sr. Escriche se halla mal enterado de la significacion de las pala-
bras, ó es poco escrupuloso en confundirlas. Pero como las reflexio-
nes que pudiera yo hacer acerca de la conducta que ha guardado
en el negocio á que aludo, ni ilustrarian al público, ni pertenecen
á la cuestion, las dejo á un lado para continuar recorriendo las de-
más lindezas que ha copiado la Gazeta.
____________
NUEVOS DESACIERTOS Y ERRORES DEL SR. ESCRICHE
A mas de andar tan estraviado de la verdad en el fondo de la
cuestion que me he propuesto aclarar, incurre por incidencia en
varias inexactitudes y equivocaciones, que no es posible pasar en
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silencio; y así procuraré deshacerlas siguiendo el desórden con que
se hallan esparcidas por el nunca bastante ponderado artículo Autor.
1. De la previa censura y licencia para imprimir no tratan so-
lo las 41 leyes del tit. 16, lib. VII de la Novísima, sino también
las cinco del tít. 17.
2. El decreto de 17 de agosto de 1836 restableció el de las
Cortes del 22 de octubre de 1820 y el adicional del 12 de febrero
de 1822; y según el modo de espresarse del Sr. Escriche, parece
que únicamente este rehabilitado el primero.
3. Sin que sea indispensable para su propósito, se empeña el
Sr. Escriche con el mayor ahinco en sostener, que la lei de Feli-
pe III de 1610 (7 del tit. 16) tendia á que no se introdujesen en
Castilla libros impresos fuera de ella en romance, y no á impedir que
los castellanos imprimiesen fuera del reino sus obras. Esto es
absolutamente falso, ya porque lo primero estaba mandado en la
lei dacroniana de Felipe II de 1558 (3 del tit. 16) en tér-
minos que no admiten mayor rigor; ya porque el preámbulo de la
7 y el auto acurdado del Consejo de 15 de setiembre de 1617 es-
presan con toda claridad lo segundo; ya finalmente por evidenciar-
lo la historia de la tipografía de aquella época. Cipriano de Vale-
ra acababa de dar á luz en casa de Ricardo del Campo (que es sin
duda el Richard Fields, impresor de Lóndres) su traduccion del
Nuevo Testamento en 1596, la que hizo de las Instituciones de la re-
ligion cristiana por Calvino en 1597, y los Dos Tratados, del Papa y
de la Misa en 1599, y su Biblia en Amsterdam el año de 1602. An-
tonio Pérez habia amenazado desde Zaragoza en 1591 que publi-
caria sus descargos, y se imprimieron de hecho en Pau en el mis-
mo año. Con la muerte de Felipe segundo empezó Antonio Pérez
á tener esperanzas de que se le permitiria volver á España; mas los
inquisidores lo estorbaban con una mano, y allegaban con la otra
los materiales para quemarle realmente vivo, ya que ántes no lo
habia sido mas que en estatua. Querian tambien que por ningun
título pudiesen escaparse de sus garras los demas españoles que ha-
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impreso algo en otros países, si su mala estrella los traia por
acá. Con este fin procuraron que Felipe tercero promulgase la lei
citada, teniendo en ella una parte tan directa como en otras del
mismo reinado y del de su antecesor.
No era menester que se fatigase tanto como lo hace el Sr. Es-
criche, para probar que esta lei caducó completamente en todas
sus partes desde su nacimiento, bastanto anunciar que las accio-
nes ejecutadas en otra nación se hallan fuera del alcanze de nues-
tras leyes. Por separarse de los verdaderos principios, se pierde á
vezes mucho tiempo para establecer lo que se demostraria por la
via recta con pocas palabras. Así se hubiera ahorrado de recurrir
á la singular esplicacion de que por mas que se prive en dicha lei
de la naturaleza, honras, dignidades, y de la mitad de sus bienes
al que imprima alguna obra en el estranjero, y por mas que el
auto acordado de 15 de setiembre de 1617 dé por ninguna y de
ningun valor y efecto la licencia que hubiere otorgado el Consejo;
no por eso debe entenderse que se le quitaba en España al autor
el derecho de propiedad á la tal obra. ¿Habrá por ventura, pre-
guntaré yo ahora con el Sr. Escriche, ¿quién crea que un mismo he-
cho es capaz de producir simultáneamente derechos y penas á favor y
en contra de una misma persona? Nadie puede mejorar su condicion
con un delito: nadie adquiere derechos ni acciones con su malicia.
4. La mayor parte de las ediciones en romance que se impri-
mieron fuera de Espana en la mitad ultima de la centuria XVI y
en los principios de la siguiente, salió de las prensas de los Países
bajos, de Nápoles y el ducado de Milan, las cuales estaban su-
jetas al mismo método de censura y licencia que las nuestras, co-
mo que se hallaban entónces al frente de aquellos estados gober-
nadores puestos por nuestros reyes. Con tales requisitos se publi-
caban en ellos todos los libros, y los españoles ó eran reimpresion
de los de la Peninsula, ó los daban á luz sus autores por residir allí
á la sazon. Lo poco que se imprimió en otras partes, está casi re-
ducido á unos cuantos tratados elementales de nuestra lengua que
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publicaron en Paris, Ginebra, Roma, Venecia, Ruan, Lion, etc.
Julian Medrano, César Oudin, Franciosini, Ambrosio de Sala-
zar y otros varios que se ocupaban en enseñarla; á la reimpre-
sion de algunas novelitas nuestras, á que acompañaban á vezes
una traduccion en frances ó en italiano para el uso de sus discípu-
los, y finalmente á las producciones de la clase de las poco há ci-
tadas de Valera y de las de otros protestantes, que nadie se atre-
veria á introducir en España en tiempo del benigno Felipe segundo
ni en el de su hijo, como no se atreveria a meter las Cartas y Re-
laciones de Antonio Pérez. Cotéjese esta sucinta, pero fiel, reseña
histórico-bibliográfica de los libros españoles que se publicaron
entónces en el extranjero, con la equivocada idea que harán con-
cebir á cualquiera las siguientes cláusulas del Sr. Escriche. Las
diligencias, dice, y formalidades prevenidas por las leyes para las
impresiones eran tan embarazosas, y tan riguroso y largo el exámen
que debía recaer previamente sobre el contenido de los escritos, que apé-
nas habia quien al cabo de mucho tiempo y de bien ejercitada la pa-
ciencia, llegase á obtener el competente permiso del Consejo para dar
á luz el fruto de sus vigilias; y así los autores tomaban el arbitrio de
enviar y hacer imprimir sus obras en el extranjero para traerlas, co-
mo efectivamente las traian, por mil medios al reino, donde lograban
sin mucha dificultad su circulacion y despacho. Quedaban de esta ma-
nera eludidas las leyes, corrian por los pueblos libros que no habían
sufrido la disquisición rígida y suspicaz de la censura, y se propaga-
ban ideas que el Gobierno y la Inquisicion se habían propuesto repri-
mir. No parece, al oir un fallo tan absoluto, sino que nuestras im-
prentas se cerraron de todo punto, y que no quedaba autor nin-
guno que no se fuera al extranjero. Sin embargo es constante que
de los pocos libros que se imprimian sin las mismas formalidades
que por acá se usaban, dispensadas tambien por autoridades espa-
ñolas, apénas habia uno cuya circulacion por la Peninsula convi-
niese ó fuese posible á su autor.
5. Ignoro por qué regla del Derecho se ha guiado el Sr. Escri-
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che para suscitar siquiera la duda de si la rehabilitacion en 1836
del decreto de 22 de octubre de 1820 ha abolido por entero el de
4 de enero de 1834, y si puede inferirse lo mismo del hecho de
no mencionarlo el de 5 de mayo de 1837. Una lei no deroga á
otra en los capítulos que no contiene la posterior, y la del año 20,
restablecida en 1836, no ha tocado el punto de la propiedad de los
escritos, que llena todo el titulo cuarto de la de 1834. Ménos de-
be reputarse por suficiente el silencio del legislador, cuando la de-
rogacion tiene que ser espresa y tan solemne como lo fué la pro-
mulgacion de la lei abolida.
6. Es inexacto decir que el real decreto de 5 de mayo de 1837
supone y sanciona el principio de que el derecho de propiedad recae
no solamente sobre las obras impresas, sino tambien (sobre) las ma-
nuscritas. Se refiere tansolo á las dramáticas, de las cuales puede
sacar utilidad el autor, aun estando manuscritas, como la saca el
predicador de su sermon y el catedrático de sus lecciones, al paso
que las demas obras manuscritas será indisputablemente dueño
el que las guarde cerradas en su gaveta, pero sin reportar de ello
el menor provecho.
7. Los dos párrafos que tratan de la facultad de escribir dos
ó mas autores acerca de una misma materia, tiene tanta sutileza
como poco utilidad, y concluyen resolviendo la duda de un modo
que no es cierto. Para que el segundo autor de una obra de loga-
ritmos, por ejemplo, pueda llamarla suya, no es necesario que él
haya hecho los cálculos sin copiarlos de otro (lo cual seria difícil
de averiguar, si hai otra anterior perfectamente semejante), si-
no que en el todo ha de separarse tanto del plan y pormenores de
la otra, reduciéndola, alargándola ó agregándole algunas nuevas
particularidades, que conozcan los inteligentes que es un trabajo
distinto, á los ménos en gran parte. – Cualquiera calificará como
se merece el aserto del Sr. Escriche de que los diccionarios entran
en la clase de aquellos tratados que no pueden esponerse de dos ma-
neras diferentes.
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8. En el párrafo que sigue, ocurren tres equivocaciones, la una
de poca, y las otras dos de gran consecuencia. Es la primera afir-
mar que ya se ha visto que dos autores pueden componer sus obras
bajo el mismo título. De esto no habia tratado ántes el Sr. Escriche,
y si solo de que pueden trabajarlas sobre el mismo asunto.
Uno de los errores de mayor bulto consiste en que el Sr. Es-
criche limita á los periódicos el derecho de propiedad sobre el tí-
tulo, siendo asi que todos los argumentos que aduce en favor de
estos, son igualmente aplicables á las obras. Por esto los tribunales
franceses decidieron poco tiempo hace á favor del Mr. Michaud, si
mal no me acuerdo, que no podia tomar otro título de Biogra-
phie universelle que él habia dado á su Diccionario; sentencia que
se apoya en el auto del tribunal de Casacion del 28 del mes floreal
del año XII de la república, el cual es un precedente que en Fran-
cia tiene casi fuerza de lei.
El segundo error de trascendencia se halla donde tratándose de
los periódicos, se lee: Los escritos ya publicados son una propiedad
de la misma naturaleza que todas las demas composiciones literarias,
y nadie de consiguiente puede reimprimirlos y venderlos sin permiso de
sus dueños. El Sr. Escriche designa con la oscura y ambigua frase
de escritos ya publicados, que repite dos vezes, los de fondo de un
periódico, que algunos llaman editoriales; pero ni estos, ni los de
las noticias, sacados de la correspondencia particular del editor ó de
los redactores, son de la misma naturaleza que las demas produc-
ciones del ingenio, porque en estas hai varias gradaciones que no
deben perder de vista ni el legislador ni el juez. Los periódicos de
la tarde repetian en Francia los artículos de fondo publicados en
los periódicos de la mañana; y lo único que se mandó pocos años
atrás es, que no pudiesen reimprimirlos hasta el dia siguiente, pues
no se necesita ser mui lince para conocer, que hai una distancia in-
mensa entre estos artículos de interes mui pasajero ó diario y un
tratado de patología ó un curso de matemáticas.
9. Pocos juezes fallarian del modo que lo hace el Sr. Escriche,
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el caso de que algun autor hubiese enajenado la propiedad de un
escrito en términos generales, y luego sobreviniese una disposicion
legal que prolongase el de la propiedad. De este beneficio casual
disfrutaría sin duda el cesionario, por cuanto él estaba sujeto á
sufrir el detrimento que debería seguirse de la suposicion con-
traria. Seria como el comprador de una casa situada en una mala
callejuela, que ganase en valor de resueltas de haberse formado al
frente de ella una plaza, y como el comerciante que hubiese ad-
quirido un género que subiera de repente por prohibirse su in-
troduccion. Los anteriores dueños de la casa y del género nada
tendrían que ver con el mayor precio que una y otro tomasen.
10. La aplicacion que quisiera darse al decreto de 1834, res-
pecto de las obras publicadas ántes de dicha época, contando los
diez años de propiedad que disfrutan los herederos, desde la
muerte de los autores, como espresa su artículo 30, y no desde la
promulgacion del decreto, seria absurda, dice el Sr. Escriche,
porque era lo mismo que declarar que en virtud de una lei reciente ha-
bia cesado cinco, diez ó años ántes un derecho que existía en
virtud de otra lei anterior, como si la lei derogante pudiese hacer que
la derogada no haya estado en vigor ni producido sus efectos hasta el ac-
to de la derogacion. Si no es fácil entender estas sutilezas del Dere-
cho romano acerca de la retroaccion, mal traídas por el Sr. Escri-
che al caso presente, todo el mundo comprende que el legislador
de 1834, sin hacer novedad en lo ocurrido anteriormente, y cre-
yendo que el privilegio de diez años era suficiente para los herede-
ros, pudo decir á los que lo habian disfrutado ya por diez, quince
ó veinte años: Conténtate con este término igual o superior al que ten-
drán los venideros. Por de contado esta estorsion seria mucho me-
nor que la de reducir á diez años las propiedades que se tenían por
toda la vida; y esto no la repugna el Sr. Escriche, con tal que di-
cho término empieze á correr desde el dia en que se promulgue la
lei. No es fuera del caso notar aquí que cuando salio la de 1834,
no habia heredero alguno que estuviese gozando de su derecho en
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virtud de las leyes anteriores, porque ninguno habia acudido pun-
tualmente á pedir la próroga de su privilegio al año de haberse
estinguido el anterior, segun el mandato espreso de la lei 26 del
tit. 16.
Del principio de suponer que la lei da á todos los herederos que
viven, la propiedad de las obras por diez años que han de contar-
se desde su promulgacion, se seguiría tenerla treinta años los que
la hubiesen disfrutado ántes veinte, y tenerla solo diez los herede-
ros del autor que hubiese muerto la víspera; lo cual desdice del
espíritu y letra de la lei, que establece que no ha de durar mas
que diez años, y que estos sean los consecutivas á la muerte del au-
tor. Seguiriáse tambien que resucitarian derechos tiempo há muer-
tos, y que volverian á ser de propiedad particular algunas libros,
que habian ya pasado á la comun, por haber caducado el derecho
de los herederos; lo que es á mi modo de ver un absurdo.
Añade el Sr. Escriche que semejante aplicacion seria bárbara,
porque podría causar improvisamente la ruina de los herederos que
confiados en la lei hubiesen hecho ediciones, que se quedasen sin des-
pacho por la libre concurrencia de los libreros que harian otras mas
económicas. El Sr. Escriche no juzga bárbara una lei que abrevie y
restrinja á cierto número de años el tiempo indefinido, que en su
sentir tenían los autores y sus herederos para la impresión y venta
exclusiva de sus obras, con tal que el término designado se em-
pieze a contar desde la promulgacion; y la favorece con tan suave
epíteto, cuando pone en concurrencia una impresion hecha por los
herederos (y no por el autor, que sigue siendo propietario duran-
te su vida) con las que podrian publicar los especuladores en el
caso, raro ciertamente, de que la rápida venta de la obra ofrezca
salida á muchas ediciones simultáneas. No obstante, aquello puede
ocasionar perjuicios de grave consecuencia en ciertas circunstan-
cias, y lo último solamente obligaria al heredero á bajar algo el
precio de su edicion, pero nunca á perder el coste; y simpre le
concedia un tiempo para ser el único vendedor, por suponerse que
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tiene concluida la edicion, cuando los demas todavia no ha prin-
cipiado las suyas.
11. Es una patraña lo que se trata en el dia entre algunas
potencias europeas, y aun americanas, de promover por medio de con-
venios diplomáticos la adopcion de una lei internacional que asegure
á todos los autores la propiedad, ó á lo ménos el goze temporal de
sus obras, cualquiera que sea la nación en que las dieren á la prensa.
Las naciones europeas y las americanas tienen sobrados negocios
reales en que pensar, para ocuparse en sueños que son irrealiza
bles, según al principio queda demostrado. Habrá como unos tres
años que varios literatos hicieron en Paris una enérgican esposicion,
porque los belgas reimprimían todas las obras suyas de fácil des-]
pacho. El gabinete de Tullerías tomó mui á pechos el negocio, y
nombró una comision compuesta de autores y editores, la cual
propuso como resultado de sus trabajos que se hiciera un pacto en-
tre todas las naciones para proteger recíprocamente la propiedad
literaria de sus autores. Esta absurda idea fué refutada al instante
en varias escritos, y la comision se disolvió sin haber insistido si-
quiera en que se celebrara el convenio con la Bélgica, país que
habia motivado la reclamacion, y país que por su situacion geo-
gráfica, por lo corrientes que en él son la lengua y monedas fran-
cesas (idénticas en valor con las belgas), por los estrechos vínculos
de sus reyes con los de la casa de Francia, por los ausilios que esta
le prestó para hacerse estado independiente, y por la proteccion
que le sigue dispensando, puede casi mirarse como una parte in-
tegrante del territorio frances.
12. No deben estar mui agradecidos los libreros al Sr. Escri-
che por el favor que les dispensa diciendo, que en la actualidad se
castiga la introduccion de libros españoles impresos en el extranjero
con las penas de cuatro años de presidio y de perdimiento de bienes; y
menos por el empeno que pone en resucitar las leyes 3 y 22 del
tít. 16 del lib. VIII de la Novísima, leyes tan fuera de toda justi-
cia que ni cuando se dieron, hallaron ejecutores. Abrase la historia
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de nuestras persecuciones políticas, regístrense, si se quiere, los
sangrientes anales de la Inquisicion, y que se me cite un ejem-
plo siquiera de algún librero, á quien por haber introducido ó
vendido libros en romance impresos en el extranjero, se le haya
impuesto la pena de muerte con perdimiento de bienes, ni la de
destierro perpetuo, ni aun la de cuatro años de presidio. Y en el
de 1838, y después que el Código penal de 1822 las habia redu-
cido en el art. 603 á una multa de quince á treinta duros, ¿se atre-
ve el Sr. Escriche á reclamar su cumplimiento? Se necesita mu-
cha falta de criterio ó gran sobra de calor para apelar á semejantes
extravagancias, y para añadir las que se vierten sobre el uso que
puede hacerse de una obra que se haya introducido en virtud de
la órden del 28n de agosto de 1834. El que la trajo para su uso par-
ticular, puede darla ó enajenarla; y no es raro hallar algunas en los
puestos de la Trinidad ó de la puerta del sol á disposición del pri-
mer comprador, que bien puede reimprimirlas (no habiendo otro
motivo para que se lo impida) si el librero ha podido venderlas.
Algo mas digno de la pluma de quien escribe un Diccionario de
legislacion, seria abogar por los principios contrarios, emplear su
zelo en que se deroguen espresamente esas leyes, que por fortuna
nunca han existido mas que escritas, y que son un verdadero bor-
ron de nuestro Código, y pedir que se restablezca pronto el art. 18
del decreto del año 1823, para no hallarnos en pugna con lo que
practican los países que están mas adelantados en la civilizacion.
13. y última. Lo que dice por fin el Sr. Escriche de que las le-
yes francesas aseguran el derecho de propiedad al autor y á su viu-
da por toda la vida, y á sus hijos por 20 años, no tiene toda la exac-
titud y claridad que eran de apetecer. El decreto de la Convencion
del 19 de juluo de 1793 establecio en su 2 articulo, que en los diez
años siguientes á la muerte de los autores tuviesen la propiedad de
sus obras impresas los herederos ó cesionarios de aquellos. El de-
creto imperial del 5 de febrero de 1810 alargó este derecho á toda
la vida de la viuda del autor, y á 20 años respecto de sus hijos;
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pero para que lo conserve la viuda mientras viva, es preciso que
el marido le haya asignado este derecho en el contrato matrimonial.
Faltando dicha condicion, presumo se observará lo dispuesto por
el art. 2 del decreto de la Convencion. Se han suscitado dudas so-
bre la inteligencia de la palabra hijos; pero el tribunal de primera
instancia del departamento del Sena falló en 4 de mayo de 1822,
en el pleito entre la viuda Agasse y el Sr. Verdière acerca del Cur-
so de literatura de Laharpe, que debía tomarse en sentido estricto,
y que escluia á los herederos colaterales, cuyo derecho se halla pre-
fijado por la lei de 1793, no derogado por la de 1810.
Tiempo es ya de terminar la pesada tarea que he emprendido.
Basta lo dicho para hacer conocer á los redactores de la Gazeta de
Madrid, que el artículo del Sr. Escriche que han copiado, va erra-
do en su principal objeto; desatina en casi todos los puntos legales
que incidentalmente toca; es un alegato indigesto en que se vuelve
á cada paso á especies ya insinuadas, se mezclan inoportunamente
algunas, hai contradiccion entre ellas, y en una palabra se advier-
te por todas sus partes, que está mui léjos de ser un modelo de len-
guaje, estilo y saber, como lo han creido. Su desengano importa
con todo mucho ménos que el del público, el cual, viendo adop-
tadas en un Diccionario de legislacion ciertas doctrinas, podia admi-
tirlas sin exámen, y conviene por lo mismo advertirle que se ha-
llan en contradiccion con los buenos principios del Derecho.
UN AFICIONADO A LAS CONTROVERSIAS
DE LA JURISPRUDENCIA
Valencia, 14 de agosto
de 1838
Transcription by: José Bellido